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Afrotida, diosa del deseo sexual, nació de la espuma del mar. Salió de una concha y pisó tierra por vez primera en Chipre o bien en la isla de Cítera. En ocasiones se la veneraba como diosa del cariño formal y de la comunidad, al igual que Hestia, diosa del hogar, o Hera, diosa del matrimonio. Pero el amor que Afrodita inspiraba era, en su mayor parte, apremiante y desenfrenado, y trascendía a la razón y al sentido común. Era la diosa del encaprichamiento y de la obsesión sexual, del deseo que conduce a sacrificarlo todo por conseguir ser amado. Sin embargo, como diosa nacida del mar, los marineros la veneraban y le pedían encontrar aguas calmas y regresar sanos y salvos de sus travesías. Al igual que la mayoría de los dioses del Olimpo, Afrodita era un suma de opuestos, pero los mitos más conocidos de esta diosa se centran en la pasión incontenible.
El dios de la guerra, Ares, era hijo de Zeus y Hera. Era habitual encontrarle en su hábitat natural: el campo de batalla. No eran muchos los dioses del Olimpo que disfrutaban de su compañía, pues tenía un temperamento feroz y creía en la violencia como la solución apropiada a casi todos los problemas. No obstante, Afrodita no sólo disfrutaba de su compañía, sino que además compartió con él un apasionado idilio. Afrodita era tan capaz como Ares de dejarse arrebatar por sus pasiones, a escondidas de su esposo Hefesto. La diosa incluso convenció a su marido de que era el padre de sus cuatro hijos: Fobo (nombre que significa "miedo" en griego), Deimo ("terror"), Eros, dios del amor, y Harmonía, diosa de la concordia. Sin embargo, todos eran hijos de su amante, Ares.
Un día, Afrodita fue al palacio de Ares y yació en su lecho demasiado tiempo, tanto que por la mañana el dios del sol los sorprendió juntos. Éste se apresuró a referirle a Hefesto lo que acababa de ver, quien, pese a ser parco en palabras, enfureció de tal modo ante la noticia que dio a conocer a todos los dioses del Olimpo su intención de vengarse. Pasó toda esa jornada martilleando una malla de bronce hasta dejarla lo bastante fina para poder inmovilizar a cualquier presa pero seguir siendo irrompible. Cuando Afrodita regresó al palacio que compartía con Hefesto, éste mintió y le dijo que partía hacia la isla de Lemnos, cuando en realidad no fue más allá de los establos del palacio. Allí se escondió, mientras Afrodita se apresuraba a avisar a su amante de que podía pasar con ella la noche en su lecho nupcial sin correr ningún riesgo. Ares llegó y, en cuanto se tendió junto a la diosa, la malla de bronce cayó sobre ambos. Patalearon y se contorsionaron, pero, por mucho que lo intentaron, no consiguieron zafarse de la trampa.
Hefesto convocó a los demás disoes para que se personaran en su cámara nupcial y vieran los espléndidos peces que había atrapado en su nueva red. Las diosas permanecieron a un lado, pero alrededor del lecho se arracimaron, entre carcajadas, los dioses. Lejos de compadecerse del esposo traicionado, no se cansaron de repetirle a Ares lo afortunado que era y de ofrecerle a cambiarse por él. Al final, Posidón convenció a Hefesto para que dejara libres a los amantes. Ares se encaminó orgulloso hacia su última guera, pero Afrodita se exilió a la isla de Pafos hasta que su esposo la perdonó.
El dios de la guerra, Ares, era hijo de Zeus y Hera. Era habitual encontrarle en su hábitat natural: el campo de batalla. No eran muchos los dioses del Olimpo que disfrutaban de su compañía, pues tenía un temperamento feroz y creía en la violencia como la solución apropiada a casi todos los problemas. No obstante, Afrodita no sólo disfrutaba de su compañía, sino que además compartió con él un apasionado idilio. Afrodita era tan capaz como Ares de dejarse arrebatar por sus pasiones, a escondidas de su esposo Hefesto. La diosa incluso convenció a su marido de que era el padre de sus cuatro hijos: Fobo (nombre que significa "miedo" en griego), Deimo ("terror"), Eros, dios del amor, y Harmonía, diosa de la concordia. Sin embargo, todos eran hijos de su amante, Ares.
Un día, Afrodita fue al palacio de Ares y yació en su lecho demasiado tiempo, tanto que por la mañana el dios del sol los sorprendió juntos. Éste se apresuró a referirle a Hefesto lo que acababa de ver, quien, pese a ser parco en palabras, enfureció de tal modo ante la noticia que dio a conocer a todos los dioses del Olimpo su intención de vengarse. Pasó toda esa jornada martilleando una malla de bronce hasta dejarla lo bastante fina para poder inmovilizar a cualquier presa pero seguir siendo irrompible. Cuando Afrodita regresó al palacio que compartía con Hefesto, éste mintió y le dijo que partía hacia la isla de Lemnos, cuando en realidad no fue más allá de los establos del palacio. Allí se escondió, mientras Afrodita se apresuraba a avisar a su amante de que podía pasar con ella la noche en su lecho nupcial sin correr ningún riesgo. Ares llegó y, en cuanto se tendió junto a la diosa, la malla de bronce cayó sobre ambos. Patalearon y se contorsionaron, pero, por mucho que lo intentaron, no consiguieron zafarse de la trampa.
Hefesto convocó a los demás disoes para que se personaran en su cámara nupcial y vieran los espléndidos peces que había atrapado en su nueva red. Las diosas permanecieron a un lado, pero alrededor del lecho se arracimaron, entre carcajadas, los dioses. Lejos de compadecerse del esposo traicionado, no se cansaron de repetirle a Ares lo afortunado que era y de ofrecerle a cambiarse por él. Al final, Posidón convenció a Hefesto para que dejara libres a los amantes. Ares se encaminó orgulloso hacia su última guera, pero Afrodita se exilió a la isla de Pafos hasta que su esposo la perdonó.
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