Author: Xabi Otero
•10:48 PM
Tras los horrores acontecidos en el banquete de Licaón, Zeus decidió que toda la humanidad merecía morir. Los demás dioses pensaban ansiosos en sus templos y festividades. ¿Quién podía asegurar que el dulce aroma del sacrificio seguiría ascendiendo hasta el monte Olimpo si no quedaban seres humanos? ¿Quién iba a rendir culto entonces a los dioses? Pero Zeus prometió que la raza humana no se extinguiría por completo. Buscaría la manera de dar vida a una nueva generación de seres humanos, individuos que serían convenientemente respetuosos para con los dioses y se esmerarían en observar todas las festividades con sus respectivos rituales.

Zeus se apostó en el monte Olimpo con el rayo en la mano y eligió a su primer objetivo. Estaba a punto de arrojarlo en dirección al mercado de la ciudad más próxima cuando recordó la profecía según la cual el mundo estaba predestinado a sucumbir a las llamas. Depositó a un lado su arma con sumo cuidado, pues lo que él deseaba era limpiar el mundo, no destruirlo. "Que las aguas lleven a término mi venganza y luego decrezcan -ordenó- para que la vida pueda regresar una vez más". Al tiempo que hablaba, los vientos empezaron a soplar y a formar una tempestad. El viento del Sur congregó nubes negruzcas que descargaron lluvia sobre la tierra. Los cultivos quedaron arrasados; aquel año, toda la humanidad sufriría hambruna. Pero Zeus no quedó satisfecho con esta venganza. No sólo quería herir a la conflictiva raza humana, sino que además quería ahogarla en su mayor parte.

Llamó a su hermano Posidón, señor del mar. Posidón ordenó a todos los ríos y arroyos del mundo que se desbordaran y después sacudió la superficie de la tierra con su tridente. En ocasiones se conoce a Posidón como "agitador de la Tierra", y aquel día la sacudió hasta que ésta se resquebrajó y las aguas penetraron en ella. Olas gigantescas rompieron contra la tierra y barrieron ciudades. Ningún templo, ningún palacio soportó el envitede la rugiente marea. Los límites entre la tierra y el agua dejaron de existir; no quedó refugio en tierra firme, y todos aquellos que intentaron esquivar la tempstad refugiándose en barcos acabaron muriendo de inanición en altamar.
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