•12:20 PM
Hace 220 millones de años, al mismo tiempo que los dinosaurios, apareció en Asia meridional un reptil que tenía la característica de estar protegido por un caparazón: la tortuga.
De las primeras tortugas salieron todas las especies actuales, que han evolucionado para adaptarse a buena parte de los climas y ecosistemas del planeta e incluso, desde hace unos 80 millones de años, al mar. Desde entonces, cuando una hembra de tortuga marina ha sido fecundada busca una playa tranquila, se adentra en ella hasta llegar más allá de la marea, hace un agujero y entierra en él entre 50 y 100 huevos. Al cabo de un par de meses, cuando todas las tortugas están bien formadas -se esperan unas a otras para salir todas de golpe-, una noche rompen el cascarón del huevo al mismo tiempo y empiezan a correr hacia el mar. Nadie les ha enseñado cómo deben hacerlo, pero saben perfectamente que la playa está llena de peligros y que hasta que no lleguen al agua estarán a salvo. Las que lleguen allí tendrán que empezar a comer frenéticamente y crecer todo lo que puedan para no ser presa fácil de un depredador. La madre las ha abandonado cuando ha puesto los huevos y no la verán nunca más. Nacen, pues, sabiendo todo lo que deben saber: la única diferencia con una tortuga adulta es el tamaño y la experiencia.
Mucho más tarde, hace poco más de 100.000 años, apareció en África la única especie del género Homo que ha sobrevivido hasta hoy: nosotros, el Homo sapiens. A diferencia de las tortugas marinas, nuestras crías necesitan años para ser autosuficientes y, si las dejáramos un solo día sin protección y alimento, probablemente morirían. Esta indefensión, no obstante, es necesaria para la formación de nuestro cerebro. Nacemos sin saber casi nada y tenemos que aprenderlo todo, absolutamente todo. No sabemos andar, ni buscar alimento, ni defendernos. Pero poseemos un cerebro muy plástico capaz de adquirir conocimientos y de hacer nuevas conexiones de neuronas cada día. Muchos otros seres vivos tienen la capacidad de aprender lo que nos rodea, de hacer asociaciones entre estímulos y respuestas y de usar su experiencia para no cometer los mismos errores y repetir las cosas buenas que aprenden, pero el cerebro humano es, de lejos, el que cuenta con más capacidad cognitiva. El precio que debemos pagar por tener este cerebro es que durante los primeros años de nuestra vida no nos valemos demasiado por nosotros mismos, necesitamos de los adultos para conseguir alimento, vivienda o protección y dedicamos buena parte del tiempo a aprender a vivir y a relacionarnos. A esta época la llamamos infancia.
De las primeras tortugas salieron todas las especies actuales, que han evolucionado para adaptarse a buena parte de los climas y ecosistemas del planeta e incluso, desde hace unos 80 millones de años, al mar. Desde entonces, cuando una hembra de tortuga marina ha sido fecundada busca una playa tranquila, se adentra en ella hasta llegar más allá de la marea, hace un agujero y entierra en él entre 50 y 100 huevos. Al cabo de un par de meses, cuando todas las tortugas están bien formadas -se esperan unas a otras para salir todas de golpe-, una noche rompen el cascarón del huevo al mismo tiempo y empiezan a correr hacia el mar. Nadie les ha enseñado cómo deben hacerlo, pero saben perfectamente que la playa está llena de peligros y que hasta que no lleguen al agua estarán a salvo. Las que lleguen allí tendrán que empezar a comer frenéticamente y crecer todo lo que puedan para no ser presa fácil de un depredador. La madre las ha abandonado cuando ha puesto los huevos y no la verán nunca más. Nacen, pues, sabiendo todo lo que deben saber: la única diferencia con una tortuga adulta es el tamaño y la experiencia.
Mucho más tarde, hace poco más de 100.000 años, apareció en África la única especie del género Homo que ha sobrevivido hasta hoy: nosotros, el Homo sapiens. A diferencia de las tortugas marinas, nuestras crías necesitan años para ser autosuficientes y, si las dejáramos un solo día sin protección y alimento, probablemente morirían. Esta indefensión, no obstante, es necesaria para la formación de nuestro cerebro. Nacemos sin saber casi nada y tenemos que aprenderlo todo, absolutamente todo. No sabemos andar, ni buscar alimento, ni defendernos. Pero poseemos un cerebro muy plástico capaz de adquirir conocimientos y de hacer nuevas conexiones de neuronas cada día. Muchos otros seres vivos tienen la capacidad de aprender lo que nos rodea, de hacer asociaciones entre estímulos y respuestas y de usar su experiencia para no cometer los mismos errores y repetir las cosas buenas que aprenden, pero el cerebro humano es, de lejos, el que cuenta con más capacidad cognitiva. El precio que debemos pagar por tener este cerebro es que durante los primeros años de nuestra vida no nos valemos demasiado por nosotros mismos, necesitamos de los adultos para conseguir alimento, vivienda o protección y dedicamos buena parte del tiempo a aprender a vivir y a relacionarnos. A esta época la llamamos infancia.
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