•12:50 PM
Fetonte era hijo de Apolo y Clímene, pero nació dos meses después de que el dios del sol abandonara a su madre. Fetonte alardeaba de ser hijo de un dios, pero nadie le creía. "Nadie sabe quién es tu padre -le decían-, pero si realmente es un dios, sin duda te dará alguna prueba de ello, y podrás ocupar el puesto que te corresponde por derecho en el Olimpo, junto con el resto de los dioses". Todo el mundo se mofaba de la idea, hasta que Fetonte no pudo soportar sus burlas por más tiempo.
Corrió a casa y suplicó a su madre que le proporcionara alguna prueba que demostrara que era hijo del dios del sol, y ella le juró por su honor que le había dicho la verdad. "Si no me crees -insistió-, puedes ir al límite del mundo, por donde el carro del sol aparece todas las mañanas. Allí es donde se erige el palacio de Apolo, y de este modo podrás preguntarle a él mismo si es tu padre."
Fetonte partió inmediatamente y en pocos días llegó al palacio del sol, brillante y resplandeciente por el abundante oro y marfil. Allí, glorioso, vio sentado a Apolo, entre las Estaciones y las Horas, entre los Días y los Meses y los Años. Apolo reparó en el joven apostado en el umbral y lo reconoció. "eres bienvenido, mi querido hijo", dijo el dios, pero sus palabras no fueron suficientes para satisfacer a Fetonte. Éste pidió una prueba más clara de que en verdad era hijo de Apolo, una prueba que convenciera a todos cuantos se reían de él y a los que dudarían a su regreso.
Apolo prometió conceder cualquier petición que ayudara a Fetonte a demostrar sus orígenes. Lo prometió por las aguas del Estigia, y ése es un juramento que ni los dioses ni los hombres pueden romper. En cuanto oyó el juramento sagrado, Fetonte le pidió que le dejara conducir el carro del sol por los cielos un solo día, de la mañana a la tarde. La petición de Fetonte horrorizó a Apolo, pues los caballos del sol no tolerarían otras manos a las riendas que no fueran las suyas, ni tan siquiera las poderosas manos del padre Zeus. Sólo el mismísimo dios del sol podía manejar su carro, y en ocasiones incluso a él le aterraba la altitud del mediodía, y también cómo de vez en cuando los caballos estaban a punto de volcar el carro por la premura de llegar a casa al anochecer. El padre suplicó con insistencia a su hijo que le pidiera otra cosa, que eligiera entre todos los tesoros del mundo el que más le gustara, pues le concedería cualquier cosa que pidiera, fuera lo que fuese.
Pero Fetonte era inflexible. Estaba enardecido ante la perspectiva de conducir el carro del sol e impaciente por hacerlo. El alba empezaba a despuntar en el cielo con sus destellos rosados y las estrellas de la noche se desvanecían. Los caballos arrancaron de golpe, pero Fetonte no consiguió guiarles por el trayecto correcto. ¡Qué lejos parecía estar en ese momento el camino que los caballos debían estar cubriendo, hacia el atardecer y la noche! Mientras las riendas resbalaban de sus dedos, el sol zigzagueaba en el cielo, unas veces diminuto y tenue, de tanto como se alejaba, otras abrasador y peligrosamente próximo a la Tierra. El joven miró hacia abajo, presa del pánico, deseando estar de vuelta en tierra firme. De pronto, vio los bosques en llamas, luego las ciudades, en llamas hasta que el mundo entero parecía arder.
Ése fue el momento en que la piel de los etíopes se oscrureció, para evitar que el sol los quemara vivos, y los desiertos se extendieron por el norte de África. La tierra se resquebrajó hasta los abismos del Tártaro, donde Hades y Perséfone, poco habituados a la luz, entornaron los ojos ante el fulgor del mediodía. Los mares empezaron a hervir con frenesí, y Posidón y Gea apelaron a la ayuda de Zeus para que los rescatara. La vida en la tierra corría el riesgo de quedar arrasada por completo, y los gritos de todas las ninfas y los sátiros, de todos los dioses de los ríos y los seres humanos llegaron al Olimpo, para suplicar al rey de los dioses que los salvara de la locura del sol.
Zeus lanzó un rayo al cielo en dirección al raudo carro y alcanzó con él a su conductor, quien ardió y cayó al suelo. El carro estaba maltrecho y los caballos galoparon aterrados de regreso a los establos, dejando tras de sí una estela de fuego. Fetonte cayó como una estrella fugaz en las aguas del río Eridano, y las ninfas de Italia encontraron su cuerpo abrasado. Y allí, en Italia, está enterrado, lejos de su Argos natal.
Su madre y sus hermanas, las Héladas, hijas del sol, encontraron su sepulcro y lloraron por él sin descanso durante cuatro días y cuatro noches. Finalmente, los cuerpos de las jóvenes empezaron a transformarse en trémulos álamos. Clímene trató de detener la metamorfosis, tirando de las ramas y arrancando la corteza de los troncos. Los árboles lloraron savia, que se secó al sol para convertirse en ámbar. De este modo se dice que se originó el ámbar: son las lágrimas derramadas por los hijos del sol.
Corrió a casa y suplicó a su madre que le proporcionara alguna prueba que demostrara que era hijo del dios del sol, y ella le juró por su honor que le había dicho la verdad. "Si no me crees -insistió-, puedes ir al límite del mundo, por donde el carro del sol aparece todas las mañanas. Allí es donde se erige el palacio de Apolo, y de este modo podrás preguntarle a él mismo si es tu padre."
Fetonte partió inmediatamente y en pocos días llegó al palacio del sol, brillante y resplandeciente por el abundante oro y marfil. Allí, glorioso, vio sentado a Apolo, entre las Estaciones y las Horas, entre los Días y los Meses y los Años. Apolo reparó en el joven apostado en el umbral y lo reconoció. "eres bienvenido, mi querido hijo", dijo el dios, pero sus palabras no fueron suficientes para satisfacer a Fetonte. Éste pidió una prueba más clara de que en verdad era hijo de Apolo, una prueba que convenciera a todos cuantos se reían de él y a los que dudarían a su regreso.
Apolo prometió conceder cualquier petición que ayudara a Fetonte a demostrar sus orígenes. Lo prometió por las aguas del Estigia, y ése es un juramento que ni los dioses ni los hombres pueden romper. En cuanto oyó el juramento sagrado, Fetonte le pidió que le dejara conducir el carro del sol por los cielos un solo día, de la mañana a la tarde. La petición de Fetonte horrorizó a Apolo, pues los caballos del sol no tolerarían otras manos a las riendas que no fueran las suyas, ni tan siquiera las poderosas manos del padre Zeus. Sólo el mismísimo dios del sol podía manejar su carro, y en ocasiones incluso a él le aterraba la altitud del mediodía, y también cómo de vez en cuando los caballos estaban a punto de volcar el carro por la premura de llegar a casa al anochecer. El padre suplicó con insistencia a su hijo que le pidiera otra cosa, que eligiera entre todos los tesoros del mundo el que más le gustara, pues le concedería cualquier cosa que pidiera, fuera lo que fuese.
Pero Fetonte era inflexible. Estaba enardecido ante la perspectiva de conducir el carro del sol e impaciente por hacerlo. El alba empezaba a despuntar en el cielo con sus destellos rosados y las estrellas de la noche se desvanecían. Los caballos arrancaron de golpe, pero Fetonte no consiguió guiarles por el trayecto correcto. ¡Qué lejos parecía estar en ese momento el camino que los caballos debían estar cubriendo, hacia el atardecer y la noche! Mientras las riendas resbalaban de sus dedos, el sol zigzagueaba en el cielo, unas veces diminuto y tenue, de tanto como se alejaba, otras abrasador y peligrosamente próximo a la Tierra. El joven miró hacia abajo, presa del pánico, deseando estar de vuelta en tierra firme. De pronto, vio los bosques en llamas, luego las ciudades, en llamas hasta que el mundo entero parecía arder.
Ése fue el momento en que la piel de los etíopes se oscrureció, para evitar que el sol los quemara vivos, y los desiertos se extendieron por el norte de África. La tierra se resquebrajó hasta los abismos del Tártaro, donde Hades y Perséfone, poco habituados a la luz, entornaron los ojos ante el fulgor del mediodía. Los mares empezaron a hervir con frenesí, y Posidón y Gea apelaron a la ayuda de Zeus para que los rescatara. La vida en la tierra corría el riesgo de quedar arrasada por completo, y los gritos de todas las ninfas y los sátiros, de todos los dioses de los ríos y los seres humanos llegaron al Olimpo, para suplicar al rey de los dioses que los salvara de la locura del sol.
Zeus lanzó un rayo al cielo en dirección al raudo carro y alcanzó con él a su conductor, quien ardió y cayó al suelo. El carro estaba maltrecho y los caballos galoparon aterrados de regreso a los establos, dejando tras de sí una estela de fuego. Fetonte cayó como una estrella fugaz en las aguas del río Eridano, y las ninfas de Italia encontraron su cuerpo abrasado. Y allí, en Italia, está enterrado, lejos de su Argos natal.
Su madre y sus hermanas, las Héladas, hijas del sol, encontraron su sepulcro y lloraron por él sin descanso durante cuatro días y cuatro noches. Finalmente, los cuerpos de las jóvenes empezaron a transformarse en trémulos álamos. Clímene trató de detener la metamorfosis, tirando de las ramas y arrancando la corteza de los troncos. Los árboles lloraron savia, que se secó al sol para convertirse en ámbar. De este modo se dice que se originó el ámbar: son las lágrimas derramadas por los hijos del sol.
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